Cada uno de nosotros es una encarnación del amor divino y ese amor está destinado a ser compartido incondicionalmente. La vida se trata de compartirlo: amar nuestro cuerpo, amarnos a nosotros mismos, amar a los demás, amar a Dios, amar la naturaleza, amar nuestro trabajo… Esa energía del amor al final nos purifica y nos ayuda a transformarnos.
Si repasamos nuestra vida personal, es probable que hayamos experimentado la mayor parte del dolor a causa de nuestros seres queridos. Este dolor inexplicable se produce cuando hay una energía de posesión, control, sumisión y dependencia que irradia de nosotros hacia ellos o de ellos hacia nosotros. Nótese que ninguno de estos cuatro califica como amor puro o divino.
Consideramos a algunas personas como una bendición en la vida. Nos aman, nos ayudan, nos apoyan y nos sirven de tantas maneras que nos sentimos emocionalmente en deuda. Pero por alguna razón, si nos separamos, culpamos a que nuestro inmenso amor no nos permite superar el dolor de la separación. Esto no es verdad. La separación, ya sea por muerte o por cualquier otra razón, es puramente un resultado kármico.
Cada alma permanece con nosotros durante un período de tiempo fijo dependiendo de nuestra cuenta kármica con ellos. Por lo tanto, debemos continuar irradiando amor puro los unos a los otros, con la comprensión adecuada.
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