Ser un oyente activo significa prestar atención plena a la persona y al momento presente. Cuando no estamos realmente ahí, escuchamos “a medias”, lo que inevitablemente genera malentendidos. La presencia es la clave de una escucha verdadera.
• Comprender el punto de partida del otro.
No basta con suponer, imaginar o juzgar. Cuando lo hacemos, nuestras percepciones críticas limitan a los demás, impidiéndoles expresar lo que realmente sienten. Así, por nuestras suposiciones —a veces equivocadas o solo parcialmente acertadas— los demás terminan atrapados en un marco de referencia que nosotros mismos hemos impuesto. Para permitir una comunicación auténtica, debemos dejarlos libres de nuestros esquemas mentales.
• Pensar antes de hablar.
Aunque es una recomendación conocida, solemos olvidarla. Pensar antes de hablar es un acto de consideración: nos permite elegir la palabra adecuada, en el momento apropiado y de la manera más respetuosa. Una pausa consciente transforma la comunicación.
• Decir lo que realmente queremos decir.
Cuando hablamos con valentía, calma y sin agresividad, la comunicación se vuelve sincera, abierta y transparente. La verdadera valentía no consiste en decir lo que creemos que el otro quiere escuchar, sino en expresarnos con honestidad y sin la necesidad de aprobación. Cuando falta esta valentía, la relación se vuelve superficial y no satisface a nadie.
• Aprender el lenguaje del silencio.
El silencio es la base de la intención correcta, los sentimientos positivos y las actitudes limpias. Su única gramática es la sinceridad y la bondad: la sinceridad genera claridad y la bondad crea respeto. El silencio es un aliado profundo en la comunicación.
Cuando dedicamos tiempo a reflexionar sobre nuestro modo de comunicarnos con cada persona que encontramos, lo que comprendemos en el silencio se refleja luego en la calidad y la fluidez de nuestras interacciones: con nosotros mismos, con los demás y con la Fuente Suprema de Luz.

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