B.K. Sarika, GGRC, Ahmedabad
No importa cuánto nos hayamos desviado, el amor de Dios nos persigue. Él no viene a condenarnos, sino a levantarnos, restaurarnos y liberarnos para guiarnos de regreso a nuestro verdadero destino.
A menudo actuamos bajo la idea errónea de que si somos "suficientemente buenos", Dios nos bendecirá. Nos esforzamos por tener un comportamiento "perfecto", por no cometer nunca errores, creyendo que así nos ganaremos el amor de Dios. Pero este es un error fundamental. Somos imperfectos, estamos en un viaje, e inevitablemente cometeremos errores en el camino.
Las voces de la autocondena pueden susurrar que somos demasiado defectuosos, que estamos demasiado perdidos. Sin embargo, esto no podría estar más lejos de la verdad.
El amor de Dios no es condicional. Cuando fallamos, Dios no nos abandona; nos encuentra donde estamos. Él es el Creador Supremo y el Purificador íntimamente presente, el Señor de los Pobres, el Señor Inocente. Si solo lo percibimos como Dios, lo volvemos distante e inalcanzable. También debemos verlo como Aquel que desciende amorosamente a nuestro mundo imperfecto, a nuestras vidas desordenadas, para estar con Sus hijos. Él no se acobarda ante nuestras imperfecciones. Viene en los momentos en que nos sentimos perdidos y agobiados por la negatividad. Podemos pensar que nuestros errores nos descalifican de Su amor, proyectando juicios humanos sobre Dios. Pero Dios no es como los humanos. Su amor es ilimitado e incondicional. "Cuando estés deprimido", dice, "es precisamente cuando vengo a buscarte". Él no busca a los ricos ni a los "perfectos", sino a los ordinarios, a los olvidados. Busca a Sus hijos en lo más profundo de sus luchas: la depresión, la soledad, el fracaso. No importa cuánto nos hayamos desviado, Su amor nos persigue. Él no viene a condenarnos, sino a levantarnos, restaurarnos y liberarnos para guiarnos de regreso a nuestro verdadero destino. Él podría simplemente ofrecer misericordia, pero ofrece más: ofrece amor. Él no es solo Dios; es nuestro Padre. Nos transforma de mendigos que buscaban migajas de amor y aprobación en herederos, príncipes y princesas de su reino. Él no solo nos saca del fango; nos honra. Nos transforma de impuros a puros y elevados de nuevo. Este es el poder transformador de su amor.
Comprender este amor requiere un cambio de perspectiva. A menudo pedimos pequeñas misericordias cuando Él desea darnos la liberación misma. Nos aferramos al viejo mundo de tristeza y rechazo, mientras Él nos invita a heredar un nuevo cielo. Esto requiere desaprender los paradigmas del viejo mundo, redefiniendo quiénes somos, a quién pertenecemos y qué nos trae verdaderamente felicidad. Él nos llena con las joyas del conocimiento divino, cada una de las cuales nos acerca un paso más a la liberación en la vida, a la autosuficiencia.
Quizás hemos sido deshonestos, manipuladores, egoístas, rebeldes, celosos y críticos y… mucho más, pero Su amor es tan profundo que Él sigue viniendo a nosotros. Nunca podemos caer demasiado bajo para que Su amor no nos alcance. Cuanto más quebrantados estamos, más cerca nos sostiene; nos enseña, nos muestra el camino de regreso a la plenitud. Este amor incondicional nos inspira a emularlo y a nunca rendirnos, ni con nosotros mismos ni con los demás.
El mundo está saturado de juicio. Nuestro rol como seres espirituales es ser edificantes, sanadores, restauradores y unificadores, reflejando las cualidades de nuestro Padre. Debemos extender a los demás la misma compasión y perdón que Él nos brinda.
Desconocemos los caminos que otros han recorrido, las circunstancias que moldearon sus decisiones.
Nunca nos parecemos más a Dios que cuando ayudamos a los que sufren. La verdadera ayuda, en un sentido espiritual, es bendecir. Bendecir no significa poner mi mano sobre la cabeza de alguien; Significa negarnos a albergar negatividad hacia los demás, vivir con compasión y perdón. Pero esto comienza bendiciéndonos, aceptando el amor de Dios y su visión para nosotros, y liberando la duda y la autocondenación. Solo podemos aceptar a los demás cuando primero nos aceptamos a nosotros mismos.
El Padre es el Más Dulce de los Dulces. Cuanto más nos conectamos con Él, más experimentamos su dulzura y amamos la alquimia que sana y transforma. Seamos faros de esperanza, ofreciendo una visión y comprensión renovadas, reflejando el amor infinito del Océano de Amor.
Somos herederos del cielo, amados sin medida y llamados a ser como Él.
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