El Páramo de Chingaza y las montañas de San Antonio cercanas al Nevado del Cocuy, esos lugares memorables de mi infancia, me enseñaron lo que es el frío de la muerte y el miedo a la muerte... Una casa en medio de la montaña, una cena condimentada con la calidez de la familia extendida y servida al abrigo de la natural calefacción que proveía la estufa de leña, hacían el paisaje perfecto que enmarcaba el paso por nuestra mesa, (y después por mi almohada), de personajes como la llorona, la candileja, la patasola, entre otros, que me introdujeron a ese mundo del más allá, ese de los fantasmas, de las ánimas en pena, de las almas condenadas; ese mundo en que los muertos existen para asustar a los vivos y darles lecciones por su mal comportamiento; ese mundo del más allá al que se queda condenado para siempre, ardiendo entre llamas y sufriendo eternamente, penando de arrepentimiento; ese mundo de penumbras y oscuridad en el que cualquier relación con Dios quedó hecha cenizas, esas que atizaban los enormes calderos en donde hervían las almas del purgatorio …
Pasé muchos años confundida creyendo que ir al “mundo de más allá” (¿de dónde? ¿en dónde?) era una suerte de castigo eterno que llegaba con la muerte, y que sólo cuando alguien moría, súbitamente aparecía el alma, ¡de repente, cual fantasma! Con un destino tan poco esperanzador, no daban muchas ganas de morirse; pero estando viva y con tan magna confusión, tampoco tenía mucho entusiasmo por vivir, ni la fortaleza suficiente para transformar ese fatal destino.
Tratando de encontrar mi poder interior, años después, mi intuición, confianza y determinación me llevaron hasta Monte Abu, aquel pueblo en el estado de Rajastan, India, que alberga la sede mundial de la universidad espiritual Brahma Kumaris. Y fue allí, en el más grande auditorio de clases, siendo parte de los 22.000 estudiantes que en ese momento estábamos juntos, en un silencio dulce y sepulcral, reunidos por la energía del amor divino, alineados en ese sentimiento puro y poderoso que sólo el amor de Dios puede despertar. Allí, con la atracción como la que el imán genera para la aguja, así, con esa concentración, facilidad y magnetismo, en un segundo pude experimentarme en el más allá… más allá del mundo físico, más allá de esta dimensión de dualidades, sonidos, formas… allí estaba yo, la energía espiritual experimentando la dimensión espiritual, el mundo del silencio, de la paz… conscientemente, experimentando a plenitud mi identidad auténtica y eterna… sabía que el cuerpo estaba sentado en el auditorio, lo sentía pero lo relevante y revelador era que yo, el alma, estaba presente en esta dimensión espiritual tan única y entrañable, tan mía… sentí que aquí pertenecía… Este era mi hogar espiritual, tremendamente acogedor, con un profundo y amoroso silencio que me contenía y me sostenía, para mostrarme la luz, la claridad, la bondad, el poder y la belleza de mi propio ser, de mi hogar espiritual, y donde además recuperé mi relación eterna con Dios…
Pasé muchos años confundida creyendo que ir al “mundo de más allá” (¿de dónde? ¿en dónde?) era una suerte de castigo eterno que llegaba con la muerte, y que sólo cuando alguien moría, súbitamente aparecía el alma, ¡de repente, cual fantasma! Con un destino tan poco esperanzador, no daban muchas ganas de morirse; pero estando viva y con tan magna confusión, tampoco tenía mucho entusiasmo por vivir, ni la fortaleza suficiente para transformar ese fatal destino.
Fue así como mi original y eterno vínculo con el mundo del más allá, se restauró; sin fantasmas, muertes ni penurias; nuestro Hogar espiritual está a la distancia de un pensamiento concentrado, puro, amoroso y determinado. ¿Vamos? experimentemos juntos en este video:
Por Dora Lucy Guarín
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