El pretérito pluscuamperfecto del yo al morir
Al ensayar conjugar la primera persona del español del verbo morir, me conjugué hipotéticamente, mientras ejecutaba la acción que indica el verbo. Al considerar “yo muero” fue claro: ¡hasta aquí llegué! e ipso facto caí hacia atrás cuan larga soy, en la postura del muerto. Aunque el cuerpo quedó inmóvil, despertaron sentires y revivieron memorias que la pantalla de mi mente velozmente dibujó como una película, cuyas escenas, una a una, fueron escaneadas y clasificadas por el intelecto. Algo similar sucede justo cuando alguien muere: al quedar inerte el cuerpo, el alma como energía viviente, sigue existiendo y es ella, con sus órganos sutiles (mente, intelecto y sanskares), la que reacciona al no disponer más del vehículo corporal: se resiste, se lamenta, se confunde, se entrega…
De aquella selección que mi intelecto catalogó como
“seudo-muertes”, aquí la primera escena:
Una niña de 5
años, somnolienta, confundida, asustada.
Una niña de 11
años, indefensa y valiente.
Dos momentos
distintos de mi vida con un común denominador:
un cuchillo de
cocina con cabo negro,
brillando tan
cercano a mis ojos como a mi cuello,
mostrándome su amenazante
belleza y sus múltiples posibilidades…
que inician con
la fina punta que me apunta y me toca
y terminan con
la mano vigorosa de quien lo empuña…
Es obvio que el hecho no se perpetró. “Mi buena
suerte me acompañó y Dios no lo quiso así”, fueron las expresiones
que aprendí como únicas verdades posibles al referirme a esos momentos; a pesar
del enredo e inconformidad que ellas me generaron, lo cierto fue que la niña de
5 años, instauró firme y naturalmente en su conciencia:
Si estás vivo, un día cualquiera dejarás
de estarlo.
Y la niña de 11 años, se cuestionó el sentido y el
propósito de vivir; aunque para ella era natural que un día (lejano o cercano)
moriría, se preguntó:
¿Por qué unos tenían derecho a muchos
años de vida y otros a tan pocos?
¿Por qué unos morían tranquilamente, otros en
formas violentas, agonizantes o repentinas?
¿Cuál era esa injusta diferencia?
En medio de la oscuridad del atardecer, el chillido
de las bisagras de la puerta, acompañado por una voz diciendo “¿estás ahí?”
anunció la aparición de mi madre para invitarme a cenar. Ante tal oferta
“levanta-muertos”, ya en la postura sedente (sentada) y con cuchara en mano,
aunque aún reflexiva, concluí: aunque el universo conspire para que el plato
llegue a mi mesa, y la cuchara a mi boca, no comeré un grano si no hago el
esfuerzo de abrir la boca, masticarlo y pasarlo. En otras palabras: nadie,
ni la buena suerte, ni Dios, tienen nada que ver con lo que me
sucede. Cada segundo vivido ha sido el resultado de mi propia siembra, la cual cosecho
en el momento preciso; no antes, tampoco después. Entonces, en la gramática de
la vida, el modo pretérito pluscuamperfecto del verbo morir, ¡NO EXISTE! “si
yo hubiera muerto…”, “si no me hubiera amenazado con el cuchillo, etc…”, hacen el
camino directo a la confusión, el rencor, la revancha, la agresión y el dolor. ¿Te
gustaría seguir en ese camino? ¿Y qué pasaría si cambias de camino? ¿con qué
pensamientos y sentimientos puedes hacer un camino más amoroso, amable, ligero,
feliz y sabio? Puedes ensayarlo en este ejercicio meditativo:
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